Una tarde ociosa de sábado andé paseando por el parque Balmaceda, lleno de árboles, niños, flores y enamorados. No está prohibido, felizmente, pisar el césped. Está prohibido coger flores y jugar a pelota, pero eso representa más una opinión de las placas del Ayuntamiento que una realidad humana. Aquí y allí tres chicos juegan a pelota y una chica coge flores sin que el guardia, por ese motivo, pierda su buen humor. También fumé un par de veces en el autobús, ignorando el aviso, y nadie me llamó la atención; Chile, gracias a Dios, es un buen país latino.
Pero hablábamos de la lluvia; llovió. Llovió por la tarde y la noche entera, y el día amaneció nublado. Después el cielo se fue limpiando -y hace tres días, mientras la luna crece, que está azul, espléndido, sin una nube. Así llegó el frío, todavía moderado, sin bajar de los 7 grados. Pero, con la lluvia, el aire se hizo más fino y la alta cima de la Cordillera se cubrió de nieve.
Es difícil explicar este lado del paisaje, este alto horizonte, esta inmensa muralla azul tocada de nieve que brilla al sol. Cuando el sol va muriendo por el otro lado del horizonte, la Cordillera empieza a cambiar de color -la montaña se vuelve violeta, la nieve a veces tiene reflejos purpúreos o rosáceos, el azul del cielo se va haciendo más grave en el crepúsculo alto y solemne.
Santiago no tiene mar; pero tiene, al este, esa presencia de abismo y de infinito, ese paisaje de extraña fuerza, pureza y paz -de una oceánica belleza.
Santiago, abril, 1955
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