Wednesday, August 01, 2007

Traduccions de Brasil 32 (Ih, mais fone, de Ivan Lessa)

Yo y un pequeño círculo exclusivo, cult y emblemático formamos el que es el último bastión contra el teléfono móvil.

Somos todos provectos. Todos de un tiempo, para citar al cronista Rubem Braga, que a su vez citaba a otra persona, en que todas las neveras eran blancas y todos los teléfonos eran negros.
Abríamos la nevera blanca y de ella sacábamos una cerveza fría, de chapa oscura, cogíamos el teléfono y llamábamos a un amigo o a la novia, y ahí nos quedábamos, charloteando.
Último bastión, digo. Pues nos llamamos a nosotros mismos el Último Sebastián, ya que es necesario que alguien en alguna parte impida que esa perla onomástica caiga en el olvido.

¿Qué tenemos contra el teléfono móvil?

Respuesta simple: no es sólo hartazgo de todas esas personas que andan diciendo bobadas con ese aire idiota por la calle, aparentemente en animada conversación consigo mismas, como si fueran, no sólo bobas, sino también locas de atar.
El teléfono móvil sólo está justificado como instrumento en manos, boca y oído de agentes inmobiliarios o vendedores de "crack".
Sabemos, como dictan las encuestas y el sentido común, que el 98% de todas las llamadas son absolutamente inútiles, innecesarias, derroches de dinero.
Sabemos más -y en este punto reside nuestra actitud superior-, mucho más.
Sabemos que toda esa charla es la manera que la humanidad tiene de gritar su soledad, de proclamar al margen de sus dependencias lo insoportable de su silencio interior, la falta de asunto de su alma.
Por eso nosotros, último bastión, nos apiadamos de la humanidad.
No vamos a salvar las ballenas, no podemos impedir las emisiones de dióxido de carbono, no sabemos qué hacer para impedir el deshielo de los casquetes polares. Sin embargo, a pesar de los disgustos y fastidios que envuelven la vida por todos los lados, sentimos todavía (antes sentíamos más) algo de lástima.
Una penita, digamos. De todos nosotros. De la gente joven e indómita que un día, hace mucho tiempo, cuando los animales todavía hablaban, fuimos: muy mozos y muy necios, idealistas de medio pelo y sin un duro en el bolsillo, seguros de que la humanidad podía y debía salvarse, fuera a través del pseudocientificismo marxista o de la fe en una (como decíamos entonces) "cosa mayor".
Sí, así es. Nos dolían los dientes sólo de pronunciar la palabra religión.
Juventud, mocedad.
Están por todas partes, esos aparatitos. Reproduciéndose como ratas.
Con ellos se habla, se sacan fotos, se graban vídeos, se naufraga en Internet, se intercambian desafueros por e-mail, se inventa un lenguaje nuevo para decir cosas viejas, se ven peliculitas y peliculotas, se oye o se ve lo que no debería haber sido nunca dicho o mostrado.
"¡Alelados!", grita desde el otro lado de la calle el anciano caduco.
Y ahora llega el iPhone.
De él y con él se habla mucho. Y se hacen muchas otras cosas. Todas vergonzosas o impúdicas.
Llegó primero, como siempre, a Estados Unidos. Hay gente que durmió en la calle para ser la primera en comprarlo.
Nos llega ahora al Reino Unido y, es de creer, a toda Europa.
Los suplementos informáticos de los periódicos van llenos de consideraciones y pálpitos.
Un palique de lo más técnico de gente lega en la vida. Eso es lo que quería decir: quien usa celular, o alguno de sus congéneres, modelos avanzados u obsoletos, es gente lega en la vida, en el vivir.
Vivir se hace en directo, ahí encima en el trapecio, y sin red de ningún tipo: ni arriba, para comunicarse, ni abajo, para frenar la caída.
Pero hay más, y es peor: vivir lo hace uno solo.
Puedes llamar al otro tanto como quieras, que el otro no está allí. A fin de cuentas, no hay otro. No lo había cuando marcábamos el número en el teléfono negro, no lo hay cuando subimos la ladera hablando y riendo solitos.
El otro, por más que tú lo busques, no atiende, no tiene contestador automático, no deja recados.
Nunca hubo un otro. Nunca lo habrá. Sigue buscando en los libros, las películas, la televisión, los bares.
No hay otro, repito e insisto. No hay nadie. Tal vez ni siquiera tú.
He aquí una posible sorpresa: el Último Sebastián puedes ser tú. Olvida el teléfono móvil. No hay nadie en ninguno de los dos lados de la linea.
Habla solito a voluntad. Bajito, por favor. Para que lo sepan el mínimo de personas.

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