Thursday, March 01, 2007

Da Folha para vocês 1 (Pecados íntimos, de Contardo Calligaris)

(Abans, un paràgraf del José Simão, que escriu articles molt divertits cada dia a la Folha de São Paulo. "I el príncep Charles vol prohibir els McDonald's a Anglaterra! Per una alimentació més sana! Ha! Es menja la Camilla Cara de Cavall i defensa l'alimentació sana?! En represàlia, el McDonald's hauria de llançar el McCamilla. Carn de foca! Carn del monstre del Llac Ness!!!")





Cuando enseñaba "Cultural Studies" en la New School, empezaba diciendo a mis estudiantes que eran libres de sacar tantas notas A como quisieran, pero que, para entender la subjetividad moderna, tendrían que pasar por tres B: Brummel, Byron y Bovary. No era sólo una boutade de profesor: las tres figuras en cuestión, a fin de cuentas, hablan todas de nuestra imposibilidad de conseguir, en la vida, la nota máxima. Una B ya está bastante bien.

Brummel (el primer dandy, de finales del siglo XVIII) nos recuerda que la nobleza no viene de la cuna; es fruto de la "elegancia" (no tanto de las maneras y el vestir, sino del espíritu). El hábito, en la modernidad, hace al monje, y somos libres de escogerlo. Pero esa libertad tiene un coste: la incomodidad de sólo parecer lo que somos, y, claro, la aflicción de parecer lo que no somos o no queremos ser. El hábito hace y aprisiona al monje.

Byron (el poeta romántico) nos recuerda que, en la vida moderna, lo que importa es la intensidad y la variedad de las experiencias. El hambre de vivir y el ansia de aventuras llevan a algunos a luchar por la independencia de Grecia, a saltar en skate cuando apenas saben andar o a perderse por las cunetas del mundo. Y nos llevan a soñar con lo que no osamos emprender.

Emma Bovary (la heroína de la novela de Flaubert) nos recuerda que el amor es el gran motor moderno del cambio. Descubrimos que podíamos inventar nuestra vida cuando empezamos a casarnos por amor (y no para preservar la casta, la familia y el patrimonio). Por lo tanto, esperamos del amor que nos transforme y nos lleve hacia "otra" vida (y toda vida tiene "otra" vida con la que soñar).

En una escena de Juegos secretos, un grupo de mujeres comenta Madame Bovary. Esas mujeres descubren (con disgusto) que todas son, de un modo u otro, Emma Bovary: inconformadas con su vida y deseosas de un amor que las salve.

Pero Juegos secretos es más que una adaptación de Madame Bovary: es un pequeño "tratado" de la subjetividad moderna. Incluso porque, precisamente, Emma Bovary sentía que era mucho más de lo que su "rutina" vital podía dar a pensar. Y sus sueños de amor eran sueños de experiencia y aventura. Es decir, las tres B están siempre juntas, dentro de nosotros.

Es difícil salir del cine sin preguntarse por qué misterio somos condescendientes con nuestros impulsos (el pedófilo y la protagonista no son los únicos que no saben resistirse a las tentaciones) y, al mismo tiempo, inertes cuando se trata de cambiar de vida. El deseo sólo se consigue expresar por sobresaltos. Es como si, contra nuestro deseo, hubiéramos erigido un dique inútil: el agua irrumpe, fuerte, por las pequeñas grietas, pero su masa no se transforma en energía para inventar la vida.

Esa incapacidad de cambiar es el gran tema de la película. Está la madre del pedófilo, que espera que el hijo se vuelva "normal", pero, atención, colecciona figuritas de niños. Está la mujer que no quiere perder al marido, pero que mete al hijo en medio de la cama y vigila a su esposo como si fuera su madre. Está la mujer que se muere de hastío y hace el amor con el marido cada martes a las 19:30, aunque sueña con conseguir el teléfono del tipo joven y guapo.

El título original de la película es Little Children (chiquillos). En materia de deseo, somos todos chiquillos, incapaces de encontrar el coraje para hacer lo que deseamos, pero siempre (y sólo) tentados por tarros de mermelada.

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